El circuito de Rafaela es sinónimo de velocidad, de eso no hay dudas. Sin embargo, en este último tiempo se ha hecho todo lo posible para ultrajar su historia. Pero, ¿quién tiene la culpa?
A partir de la aparición de las chicanas, su ADN veloz se fue apagando. Estas variantes fueron concebidas para disminuir los promedios y las consecuencias de eventuales accidentes, que paradójicamente siguen sucediendo en esos incómodos frenajes.
Pero el óvalo de Rafaela no siempre fue así. En sus orígenes siempre se iba a fondo y en ningún momento se bajaba demasiado la velocidad. Era una época en la que no había tanta tecnología como en la actualidad y en la que se corría con autos que hoy parecerían frágiles. Sin embargo, aquellos hombres que estaban detrás del volante tenían algo que hoy parece estar en extinción: los códigos.
Todos los pilotos sabían los riesgos que corrían en un circuito que no perdonaba el más mínimo error. Sabían ir a la par, sabían esperar el momento justo para un sobrepaso aprovechando la succión y también sabían levantar el pie un poquito si era necesario. Cosa que hoy rara vez sucede.
Con el trazado asfaltado nuevamente en su totalidad, revirtiendo así uno de los puntos flacos que tenía esta pista; y con un paredón en todo su perímetro en lugar de los vetustos guard-rails, correr sin chicanas –adaptando un poco los autos, por supuesto– podría ser una posibilidad. Siempre y cuando los que van arriba del auto también sean idóneos al momento de acelerar y que los que se encargan de impartir justicia también se pongan los pantalones largos para castigar en tiempo y forma cualquier exceso. Si eso todo eso ocurre Rafaela volverá a renacer.
El automovilismo nacional de pista está en crisis. Se desconoce el interés del público. La dirigencia puede reivindicar la actividad o empeorar su panorama.
Agustín Canapino marca una época. Es múltiple campeón y garantía de espectáculo por su forma de correr.
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